Harry Belafonte, cantante de fama internacional, carismático actor y referente de la era de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos, ha fallecido este martes en su casa del Upper West Side, en Manhattan, según ha informado un portavoz. La causa de la muerte ha sido una insuficiencia cardíaca. Tenía 96 años y a su lado estaba su tercera mujer, Pamela Frank.
Belafonte hizo historia del show business en los cincuenta, cuando derribó todas las barreras raciales para encaramarse a lo más alto del negocio como el “rey del calypso”. Hijo de inmigrantes antillanos crecido en la esquina más pobre del barrio de Harlem, partió de la música de sus raíces para conquistar al público con una voz sedosa e irresistible, con canciones que fueron enormes éxitos, como The Banana Boat Song (y su inconfundible y evocador grito, “Day-O! Daaaaay-O!”, que incluía el álbum Calypso, de 1956), Matilda o Island in the Sun, titulada como la película en la que compartió cartel en 1957 con Joan Fontaine, una vez que la ley despenalizó las relaciones interraciales en la pantalla. Pocos músicos eran capaces de disputarle entonces su lugar en lo más alto del Olimpo de la fama.
Una vez dentro del sistema, club en el que lo aceptaron gracias a su innegable apostura y a esa imagen de sex symbol sin esfuerzo, cambió el guion que le tenían preparado y empleó todo su capital en cambiar las cosas desde los escenarios, el cine y la televisión. En todos esos ámbitos, se mantuvo siempre fiel a dos de sus máximas. “El papel del arte no es mostrar la vida, sino enseñarnos cómo debería ser esa vida”. Y: “No soy un artista que devino activista, sino un activista que decidió meterse a artista”.
Como parte de ese afán, trabajó estrechamente con el reverendo Martin Luther King Jr., del que fue amigo, por la igualdad de los negros en Estados Unidos en los años sesenta. Y lo hizo con el mismo ahínco con el que se implicó en la lucha contra el apartheid dos décadas después en Sudáfrica.
Los años no hicieron mella en su compromiso; siempre estuvo dispuesto a intervenir en el discurso público de un país al que vio cambiar, pero no lo suficiente. Criticó lo mismo a George Bush hijo por su guerra injustificada en Irak que a Obama, porque tras su imagen, “elegante e intelectual”, se escondía a su juicio una persona poco empática con los desposeídos, “negros o blancos”.
Harold George Bellanfanti Jr. nació en Nueva York en 1927, como el hijo de un cocinero de barco nacido en Martinica, y una empleada del hogar de Jamaica, país en el que el muchacho vivió entre los ocho y los 13 años. Antes, en el Harlem del Renacimiento había podido entrar en contacto con la gran expresión artística negra en las veladas que seguían a la misa de los domingos, donde se empapó del genio de otros precursores en conquistar al público blanco como Cab Calloway, Count Basie, Billie Holiday o Ella Fitzgerald.
En aquellas calles vivían también héroes como Duke Ellington o el escritor Langston Hughes. “La mayoría de esos estadounidenses negros famosos estaban allí, codeándose con el resto de nosotros; ciertamente no eran bienvenidos en los elegantes edificios al sur de la calle 96″, escribió Belafonte en My Song, el recuento de una vida extraordinaria publicado en 2011 con el subtítulo de “una memoria sobre arte, raza y desafío”.
Tras servir en la Marina durante la Segunda Guerra Mundial, donde leyó por primera vez los textos del pensador negro W. E. B. DuBois, el joven se alistó, gracias a la ayuda para estudiar que recibieron en esa época los veteranos de guerra, en el Taller Dramático de la Nueva Escuela de Investigaciones Sociales, donde recibió las enseñanzas del Método, de Lee Strasberg, y coincidió con Marlon Brando (“nunca conocí a un hombre blanco que abrazara con tanta pasión la cultura negra”, dijo de él en sus memorias), Walter Matthau, Tony Curtis o Sidney Poitier. Este último, otro símbolo de la lucha de los afroamericanos por abrirse paso en la cultura estadounidense, se convertiría en gran amigo hasta que la muerte a los 94 años de Poitier los separó en enero de 2022. En 1970, ambos se embarcaron en una empresa para ayudar a producir filmes en los que actores y directores fueran negros.
Opiniones radicales
En aquellos primeros cincuenta, Belafonte, que recibió la alternativa como cantante del legendario saxofonista Lester Young, se ganaba la vida interpretando clásicos de pop y de jazz, que pasaba por el tamiz de sus ancestros cuando se decidió estéticamente por el folk, en garitos de Nueva York como el Village Vanguard. Fue en ese mítico local, aún en activo, donde fue descubierto por un ejecutivo del sello RCA Victor. Con ellos, firmó su primer contrato discográfico en 1952.
Dos años después, triunfo en el teatro con Almanac, de John Murray Anderson, y en el cine, gracias a la película Carmen Jones, musical con el que Otto Preminger hizo historia con un reparto integrado únicamente por actores negros. Su compromiso político hizo que en los años sesenta, en el apogeo de su fama cinematográfica, optara por no hacer películas; no le gustaban las historias, decía, carentes de conciencia social, que le proponían.
Las opiniones de Belafonte, ciertamente radicales en aquel país y en ese momento, no afectaron a su proyección. Inspirado por su ídolo, el cantante comunista de góspel Paul Robeson, y por héroe folkie Pete Seeger, fabricó en muchos sentidos el molde del activista famoso, un tipo cómodo transitando ese puente invisible que une Nueva York, Hollywood y Washington, atalaya desde la que no dudó en criticar recientemente a celebridades como Beyonce o Jay-Z por “traicionar su responsabilidad social”.
Mucho antes de que se pusiera de moda mezclar el arte con las causas justas, la arriesgada apuesta no mermó su capacidad para obtener prestigiosos reconocimientos. Consiguió tres premios Grammy, un emmy y un tony, así como la Medalla Nacional de las Artes del Congreso, en 1994. Recibió además un oscar honorífico en 2014.
Una de sus últimas apariciones, antes de que su salud se deteriorase irremediablemente, fue en 2018, en la película BlacKkKlansman, de Spike Lee, en la que interpretaba a un anciano líder de los derechos civiles que, con la voz tocada por los años, cuenta la persecución judicial y el brutal linchamiento de Jesse Washington, un adolescente negro, en Waco, Texas, en 1916, y recuerda que fue una película, El nacimiento de una nación, la que dio en esa época alas al resurgir racista del Ku Klux Klan. El entretenimiento, parecía decir, siempre fue una poderosa arma política, a la que él supo sacar partido.
En 2020, pocos días antes de las elecciones presidenciales, Belafonte, al que sobreviven su tercera esposa, cuatro hijos y ocho nietos, firmó un artículo de opinión que arrancaba así: “Hace cuatro años, cuando Donald Trump se postuló por primera vez para presidente, instó a los negros a que lo apoyaran y nos preguntó: ‘¿Qué tienes que perder?’. Cuatro años después, sabemos exactamente lo que teníamos que perder. Nuestras vidas, ya que morimos en cantidades desproporcionadas por la pandemia que él ha dejado florecer entre nosotros. Nuestra riqueza, ya que hemos sufrido de manera desproporcionada la peor caída económica que Estados Unidos ha visto en 90 años. Nuestra seguridad, ya que este presidente ha estado detrás de esos policías que nos matan en las calles y de los ejércitos de supremacistas blancos que marchan de noche y traman a la luz del día”. La casualidad ha querido que su muerte llegara el mismo día en que el presidente Joe Biden anunciaba que volverá a presentarse a la Casa Blanca, una lucha en la que su más que probable contrincante será el propio Trump.
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Con información de El País
JR
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